Los abrazos rotos, de Pedro Almodóvar, es un melodrama cerebral, frío, distanciado y, por eso, casi espectral. Es como la radiografía de un “melo” clásico, digamos “Sublime obsesión” o “Palabras al viento”, de Douglas Sirk. Los ingredientes necesarios están allí, sin faltar ni uno: las pasiones amorosas se agolpan en una suma de situaciones argumentales improbables y hay escenas de obsesión, de celos desbordados, de fascinación con una silueta femenina, de nostalgia por un pasado trágico. La protagonista —como debe ser— es deseada por dos hombres, el millonario y el cineasta, el protector y el creador, para los que es prostituta y actriz, respectivamente. Dualidad que se encarna en las apelaciones del personaje, Lena (Magdalena-Madeleine, como la protagonista de Vértigo) y Severine, como la Catherine Deneuve de Bella de día.
Pero no solo eso. Las imágenes alternan el arrebato cromático de rojos y amarillos, emblemas de pasión, exaltación y sangre, con las sombras del mundo sofocante del protector, el castillo del vampiro que busca dominar a la mujer hasta someterla. Los gestos de Penélope Cruz se modelan ante una cámara de cine que es instrumento de una indagación fetichista de su apariencia, que a ratos recuerda la de Audrey Hepburn y, más tarde, la de Marilyn Monroe o la de Kim Novak de Vértigo.
Y hay más. Un cineasta ciego que palpa la pantalla en el intento inútil de sentir la textura de los píxeles y se complace escuchando la voz de Jeanne Moreau, y un millonario posesivo que es “sordo” ante las palabras que la mujer que domina le dice a su amante, lo que origina el mejor momento de la película: Penélope Cruz poniendo su propia voz a la de una imagen muda, en una secuencia de confesión, agresión, ruptura, liberación, todo a la vez.
Pero Almodóvar no se satisface con eso: hace dos películas en una y apuesta a la construcción “en abismo”. El melodrama Los abrazos rotos está perforado por elementos de varios géneros: hay acentos típicos del drama criminal negro (el protector tiene un impulso homicida), se cuela el relato de una historia de vampiros que refleja la conducta de los protagonistas, que succionan la imagen y el alma de Lena, y hasta de una comedia en el estilo de Mujeres al borde del ataque de nervios, que es la película dentro de la película, llamada “Chicas y maletas”.
Pero Los abrazos rotos es también una película sobre un director de cine enamorado de la mujer que filma. Es decir, sobre el voyeurismo, la pasión de mirar y la imposibilidad de ver. La visión plena y la ceguera se suceden como formas de relacionarse con el mundo. El vidente Mateo Blanco y el ciego Harry Caine son la misma persona y usan sentidos diversos para acceder a su objeto de deseo: Penélope Cruz es mirada por la cámara y su director para, luego, inmaterial, convertida en imagen, ser tocada por él y restaurada en una fantasmagoría destinada a vivir en el recuerdo del espectador.
Esta es una de las cintas más ambiciosas de Almodóvar. Está llena de ideas, giros, momentos magníficos, referencias más que pertinentes a otras películas y directores (desde Rossellini hasta Fritz Lang). Es “almodovariana” por los cuatro costados, pero se la siente teórica, admirable pero no conmovedora, notable pero no emocionante. Tal vez le falte esa pizca de locura, temperamento, furia, exceso, radicalidad estilística, desprecio por la verosimilitud y falta de pudor al solicitar la emoción o las lágrimas del público que tienen los grandes melodramas, esos que venera Almodóvar, los de Ophuls, Sirk, Curtiz o Minnelli.
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