jueves, 14 de abril de 2011

El mal ajeno (de Óscar Santos)


La cinta cuenta la historia de Diego, un médico tan acostumbrado a manejar situaciones límite que se ha inmunizado ante el dolor ajeno. El intento de suicidio de Sara, una de sus pacientes, hará que su compañero sentimental señale a Diego como responsable directo de lo ocurrido. Durante un inquietante encuentro, Diego es amenazado con una pistola. Horas después, sólo recuerda el sonido de una detonación y la extraña sensación de haber recibido algo más que un disparo.

El encierro (de Tommy O'Haver )



El encierro (Un crimen americano), basada en la historia de Gertrude Baniszewski, una ama de casa de los suburbios que, en los años sesenta, secuestró y mantuvo a una niña encerrada en el sótano en su casa de Indiana. Allí la sometió a todo tipo de torturas, e incluso instó a sus seis hijos y a varios vecinos a que participaran de este juego macabro.

Datos de la historia real (Wikipedia):

Sylvia Marie Likens (1949-1965) fue una víctima de asesinato, tortura y violación de Indianápolis, Indiana (Estados Unidos). Fue torturada hasta la muerte por Gertrude Baniszewski y sus hijos, así como varios jóvenes y niños del vecindario. Aunque muchos vecinos admitieron haber oído gritos y lamentos procedientes de la casa de Baniszewski, no avisaron a la policía porque ellos consideraban que era mejor no entrometerse. Cuando se dio a conocer el caso de Sylvia Likens en Estados Unidos, el país entero quedó horrorizado. Los médicos forenses describieron el caso como "el caso de abuso físico más terrible del estado de Indiana". En su honor, hay un pequeño monumento con su foto colocado por orden del Departamento de Policía de Indianápolis.

En junio de 1965, Jennifer y Sylvia Likens fueron dejadas al cuidado de una ama de casa llamada Gertrude Baniszewski, una señora asmática con seis hijos (de diferentes padres) a quien habían conocido pocos días antes en la Iglesia. Sylvia era una muchacha callada y agradable a la que todos querían, que además ayudaba fregando los platos y planchando. Su hermana Jennifer también era muy callada, y había nacido con una pierna encogida, que había ido avanzando hasta llegar a poliomielitis. A pesar de su discapacidad, se las arreglaba para bailar y montar en patineta. Sus padres, Betty y Lester Likens, pagaron a Baniszewski unos muy necesitados 20 dólares a la semana por cuidar de las niñas, y quedaron convencidos de que Gertrude cuidaría de Sylvia y Jenny como de sus propias hijas. Al principio, todo iba bien, y las chicas parecían llevarse bien con los chicos Baniszewski. Tal vez el primer aviso del horrible crimen que iba a ocurrir después fue exactamente después de siete días de su llegada, cuando los 20 dólares llegaron con un día de retraso. Entonces, Baniszewski llevó a las niñas al sótano y les dijo: «Bien, perras, he cuidado de vosotras durante una semana por nada. El cheque de vuestro padre no ha llegado». Cuando Sylvia intentó explicar que seguramente el dinero se había retrasado, Gertrude ordenó a ambas que se inclinaran sobre una cama, se quitaran la falda y ropa interior y las azotó con una pala en las nalgas. Como Jennifer tenía poliomielitis y era la más pequeña, Sylvia propuso a Gertrude que la castigara a ella en vez de a su hermana pequeña. Baniszewski accedió.

Después de una semana, Betty y Lester Likens vinieron a visitarlas. Nadie se quejó y los Likens se marcharon contentos. A partir de entonces, Baniszewski y sus hijos, así como varios adolescentes del barrio, empezaron a abusar física y psicológicamente de Sylvia. En realidad no podía soportar a las chicas, pero sobre todo a Sylvia, a quien acusaba de ser una sucia y una promiscua. Un día, Gertrude le preguntó a Sylvia por qué pasaba tanto tiempo en la tienda de alimentos donde trabajaba. Likens explicó que había encontrado botellas de soda vacías y que las estaba llevando a la tienda para ganar unos cuantos centavos extra. Baniszewski no le creyó y la obligó a desnudarse completamente e introducirse una botella de Coca-Cola en la vagina delante de todos sus hijos y de Jenny. Este suceso, en la vida real, ocurrió dos veces. La primera vez la botella se rompió estando en el interior de la niña y los cristales rotos le desgarraron las paredes vaginales. Cuando esto ocurrió, todos menos Jennifer estallaron en risas y aplausos, mientras Baniszewski no paraba de fumar. También le pegaba muy a menudo con una paleta de casi un centímetro de espesor. Cuando ella se cansaba de esa tarea, cedía el derecho a manipular la paleta a su hija mayor, Paula. Paula Baniszewski tenía 18 años y era obesa. Pesaba 86 kilos. Paula pegaba a Sylvia varias veces al día.

A la hora de cenar, Sylvia generalmente no comía nada. Se limitaba a observar como los demás comían. En muchas ocasiones, su hermana Jenny robaba disimuladamente un poco de pan para ella, pero tenía tanto miedo a Gertrude que nunca se atrevió a desafiarla. Una vez, Sylvia tuvo que quitar a Paula su traje de educación física, ya que sin él no podía dar la correspondiente clase de gimnasia. Cuando Gertrude se enteró, mandó a su hija Stephanie, una prostituta, y a su novio, Coy Hubbard, a arrojarla por las escaleras del sótano. Sylvia recibió un fuerte golpe en la cabeza y permaneció inconsciente durante casi dos días. Coy Hubbard, quien tenía 15 años y era el novio de una de las hijas de Gertrude, pesaba 85 kilos y medía casi dos metros. Se convirtió en uno de los peores tormentos de Sylvia. Era una especie de experto en judo y le encantaba lanzar a la chica por el aire. En el sótano de los Baniszewski, había un viejo colchón, que se suponía que le proveería a Sylvia un suave aterrizaje. Coy, generalmente, calculaba mal, y Sylvia aterrizaba con un crujido en el suelo de cemento. Todo el mundo se reía. Nadie, incluyendo a Jenny, hizo nada al respecto. De hecho, todos, menos Paula, parecían deleitarse con su comportamiento.

El 28 de julio de 1965, el reverendo Roy Julian pasó a saludar. Se fue bastante preocupado por la señora Baniszewski, pues en su condición era difícil soportar tal contingente de niños. La señora Saunder, enfermera de salud pública, hizo una llamada. Gertrude explicó que una de las niñas a su cuidado, Sylvia Likens, era una prostituta y estaba corrompiendo a sus hijos. La señora Saunders se compadeció, pero nunca volvió a llamar. Una vez, Sylvia orinó en su cama sin darse cuenta. Esto fue porque la niña recibia de castigo patadas entre las piernas, y de tantas patadas perdió el control de su vejiga. Gertrude, enfadada, volvió a introducirle la botella de Coca-Cola en la vagina, aunque esto era algo ya habitual para Sylvia. Entonces, Baniszewski decidió que Sylvia no estaba a la altura para dormir arriba con el resto de la familia. El sótano y el colchón serían lo suficientemente buenos para ella. A partir de entonces, Sylvia sólo se alimentó de una pequeña porción de agua y galletas saladas a la semana. También fue torturada y obligada a comer sus propias heces. La muchacha se desnutrió y deshidrató. De vez en cuando, los chicos Baniszewski la sumergían en baños excesivamente calientes. Cuando salía, su piel estaba irritada y roja por el calor. Una vez se desmayó en la bañera y fue sacada por el pelo. En un momento dado (muy difícil de señalar según los médicos forenses), Sylvia dejó de resistirse a sus castigos. Entonces, la señora Baniszewski le arrancó la blusa y los pantalones cortos, que es el estado en el que se quedaría Sylvia durante el tiempo de vida que le quedaba allí. A John Baniszewski Jr., a pesar de tener sólo trece años, le gustaba escuchar los dolorosos gritos de Sylvia cuando le pegaba patadas o apagaba los cigarrillos de su madre en los brazos, piernas o estómago de Likens. También gozaba al darle puñetazos en el rostro, golpearle el vientre o patearle y pisarle la cara mientras estaba en el piso.

A Ricky Hobbs, un muchacho del barrio de Indianápolis, le había gustado Sylvia desde el momento en el que llegó, pero ella le rechazó y empezó a salir con otros chicos, lo que le produjo un gran odio hacia ella. En varias ocasiones, él y Coy Hubbard ataban a Sylvia Likens a una viga de madera que había en el sótano, después de una gran cantidad de golpes que le propinaban ambos. En una ocasión, Richard Hobbs acogotó a Sylvia durante tanto tiempo que todo el mundo pensó que se había muerto. Durante ese largo período, la señora Baniszewski contó por todo el vecindario que Sylvia era una prostituta, lo que causó que los vecinos no la miraran con buenos ojos. Luego obligó a la niña a escribir varias cartas donde detallaba escabrosos asuntos sexuales y confesaba que era una prostituta. Gertrude dijo además que Sylvia no había hecho más que causar problemas desde que llegó a su casa y que era una muchacha inmanejable, y que justamente por eso la había enviado al Reformatorio de Indiana. Los vecinos y vecinas que vivían a lado de la casa de la señora Baniszewski oían gritos, lamentos, gemidos y golpes, pero no hicieron nada al respecto porque pensaron que era mejor no meterse en problemas.

El hogar de los Baniszewski era el punto de encuentro de muchos chicos y chicas del barrio. Cuando varios jóvenes observaron que Sylvia soportaba el abuso al que era sometida, ellos también comenzaron a mofarse de ella y a aplicarle castigos físicos. Los chicos la mordían, besaban, acosaban, intimidaban, y abusaban de ella sexualmente. También traían a sus respectivas novias y a varios amigos, que también se reían de ella. Nunca pensaron que la broma iba a llegar tan lejos. Cuando en el juicio se les preguntó por qué habían hecho eso y por qué no habían ayudado a Sylvia, todos contestaron lo mismo al fiscal: «No lo sé, señor». Frecuentemente, estos otros invitados también decidían participar en los tormentos a la niña. Alguien hizo un dibujo de la niña poniéndole cuerpo de mujer y una posición sexualmente explícita. Este dibujo circula hoy día por Internet. Pocas semanas antes de su muerte, Gertrude, con una aguja al rojo vivo, escribió en el abdomen y estómago de Sylvia: «Soy una prostituta y estoy orgullosa de serlo». A mitad del trabajo se cansó, pero Ricky Hobbs continuó el trabajo por ella mientras John Baniszewski Jr. le sujetaba los brazos a Sylvia Marie. A la mitad de penúltima palabra, la aguja dejó de quemarle la piel, por lo que Hobbs empezó a hacerle cortes en vez de rozar la aguja en la piel para escribir. «¿Qué harás ahora, Sylvia?», musitó Gertrude con la mirada fría. «¿Qué harás? Ahora ya no podrás mostrarte desnuda ante ningún hombre sin que te vea la marca. Ahora ya nunca podrás casarte. ¿Qué vas a hacer?». El mayor castigo para aquella mujer, más allá de las torturas, de las palizas, de las humillaciones, parecía ser el no permitir a la muchacha que se casase, el dejar que viviera sola -como ella- para siempre. Esa tarde, Coy Hubbard pasó por la casa. Golpeó a Sylvia en la cabeza con un palo de escoba, dejándola inconsciente. Pocos días antes de la muerte de la muchacha, ella intentó escaparse. La descubrieron y fue duramente castigada. Su hermana Jennifer Likens fue obligada a abofetearle la cara hasta que estuviera completamente roja. El día anterior a la muerte de Sylvia Likens, Paula Baniszewski le dio a Sylvia su tratamiento especial: le pasó sal por todas sus heridas. A la mañana siguiente, Sylvia estaba casi incoherente. Tenía moretones, cortes y heridas de todo tipo por todo el cuerpo, hedía a causa de la falta de aseo, las cicatrices de quemaduras resaltaban por todas partes de su piel y hablaba sobre irse con sus padres y alcanzarlos en la feria donde se encontraban. Gertrude decidió que debía mojarla con la manguera. Una manguera de jardín fue llevada hasta el sótano. Todo el mundo se rió mientras el agua salpicaba sobre el demacrado cuerpo de Sylvia Likens. Ella no se movió. No pudo hacerlo. Estaba muerta.

Richard Hobbs fue quien llamó a la policía con la vaga noción de que le harían el boca a boca y ella resucitaría milagrosamente, quedando ellos como héroes, y que todo estaría bien. Al ver el cuerpo, los oficiales y médicos declararon que el de Sylvia Likens era el peor caso de abuso físico que habían investigado en la historia del estado de Indiana. Sylvia Likens murió por hemorragia cerebral, shock y desnutrición.
Juicio

En el juicio, los adolescentes y niños del barrio aceptaron su culpabilidad y detallaron los castigos a los que habían sometido a Sylvia. Gertrude Baniszewski intentó librarse de la cárcel cargando toda la culpa en sus hijos y los adolescentes del barrio, aludiendo que ella no sabía nada de lo que ocurría en el sótano, pero todos los niños declararon lo mismo sobre Baniszewski: ella alentaba la tortura y participaba en ella. Jennifer Likens declaró lo mismo.

La mayoría de las personas que fueron invitadas a ver cómo torturaban a Sylvia, terminaban maltratandola también, la humillaron y violaron, y ellos parecían deleitarse con todos esos gritos de dolor y querían también maltratarla, en el momento del juicio, el fiscal les preguntó el porqué de su actitud, por qué maltrataban también a Likens, por qué no hicieron nada para ayudarla, todos contestaron que no sabían, ninguno de ellos supo justificar su actitud.
Condenas

* Gertrude Baniszewski fue hallada culpable de asesinato en primer grado y sentenciada a cadena perpetua. Se le recluyó en la Prisión de Mujeres de Indiana. Obtuvo su libertad condicional el 4 de diciembre de 1985, luego de estar veinte años en prisión. Poco antes de morir en 1990, Gertrude Baniszewski aceptó finalmente su culpabilidad, responsabilizando a sus problemas personales y a una serie de medicamentos que ingería, por sus actos criminales.

* Paula Baniszewski fue hallada culpable de asesinato en segundo grado y sentenciada a cadena perpetua. Obtuvo su libertad condicional el 23 de febrero de 1973, luego de servir siete años en prisión. Tuvo una hija en ese mismo año y la llamó Gertrude.

* Coy Hubbard fue hallado culpable por homicidio impremeditado y sentenciado a 21 años de prisión. Se convirtió en un delincuente y volvió a la cárcel con frecuencia.

* Richard Hobbs fue hallado culpable por homicidio involuntario y sentenciado a 21 años de prisión. Murió a los 20 años de cáncer de pulmón.

* John Baniszewski Jr., pese a tener trece años de edad, fue sentenciado a cumplir 21 años de cárcel; fue el preso más joven del reformatorio de la historia de ese estado. Tras cumplir su condena, se convirtió en pastor laico, para contar su historia.

* Stephanie Baniszewski fue hallada culpable por cómplice y fue sentenciada a cumplir 12 meses en prisión. Ella junto con Coy Hubbard arrojaron a Sylvia por las escaleras del sótano, lo que le produjo una hemorragia cerebral.


Una esposa de mentira (de Dennis Dugan)


Una buena comedia con Adam Sandler y Jennifer Aniston:

"Una Esposa de Mentira” (Just go with it), es una comedia romantica protagonizada por Adam Sandler y Jennifer Aniston. En está, Danny (Sandler) es un cirujano plastico el cual finge estar casado y el cual se encuentra pasando a la vez por momentos muy tormentosos en su relación para así ganarse la lástima y compasión de bellas mujeres. Para así al final terminar consiguiendo algo más que un beso por parte de ellas. En una fiesta, Danny se topa con Palmer (Brooklyn Decker) y cree que ella será con quien pase el resto de su vida, sin embargo ella encuentra en un bolsillo de Danny un anillo de compromiso y se niega a seguirlo viendo si no es que este le explique convincentemente una razón por la cual él portaba con el anillo (ya que lo conocio sin este). Ahi es cuando entra Katherine (Jennifer Aniston) quien trabaja con Danny y cae en el chantaje de este y se hace pasar por la próxima ex esposa del mismo…a partir de ahí una serie de eventos y confusiones se comienzan a dar en el resto de la cinta".

El arca rusa / Padre e hijo (de Alexander Sokurov)

Copio un artículo de www.cineismo.com sobre Alexander Sokurov:

No es incondicional mi admiración por Sokurov. Después del deslumbramiento de Madre e hijo, encontré su filmografía muy despareja y Taurus, una frustración. En Padre e hijo volví a apreciar la veta intimista, que explora con excelentes resultados. Y entre sus mediometrajes documentales, en Una vida humilde logra un retrato hermoso y conmovedor, que no consigue en Dolce. Pero siempre es interesante su elaboración sobre la imagen, la fotografía, el plano, por eso celebro el estreno de El arca rusa, una de las películas más originales y creativas en lo que va del (pobre) 2003.

La primera referencia obligada es acerca de su aspecto técnico, pues se trata del primer film en toda la historia del cine íntegramente filmado en una sola toma; es decir que se rodó en los 96 minutos de tiempo real en que transcurre la película, sin un solo corte, sin montaje alguno. Esto supera el ya paradigmático ejemplo de Festín diabólico (o La soga) de Hitchcock, que fue filmada en la que se supone es una toma, aunque en realidad Sir Alfred tuvo que cambiar de rollo varias veces, disimulando los cortes. La tecnología digital ha hecho posible que Sokurov filmara sin cortes y en alta definición: la cámara al hombro mandaba toda la información a un disco rígido con una calidad de imagen muy superior a la del video convencional, y se la transfirió más tarde a un negativo de 35 milímetros.

Pero no es aconsejable distraerse con el virtuosismo técnico del film: El arca rusa es un homenaje al museo del Hermitage de San Petersburgo y a la Rusia zarista. Y constituye además un maravilloso monumento visual que excede todo contenido ideológico o referencia a la tecnología.

El museo del Hermitage ocupa hoy un conjunto arquitectónico compuesto por varios edificios imperiales que incluyen el Teatro Hermitage y el Palacio de Invierno que habitaban los zares en los siglos XVIII y XIX, obra de Pedro el Grande, y donde Catalina II colgó su colección de pinturas en 1764. Allí tuvo lugar la revolución bolchevique de octubre de 1917, allí se soportó durante casi tres años el sitio de los nazis a la ciudad, y hoy es uno de los museos más importantes del mundo. San Petersburgo cumple 300 años y Sokurov le rinde homenaje en este film.

Su cámara entra al museo por una puerta trasera y desde allí, con muy pocos momentos de reposo, recorre pasillos, sube y baja escaleras, atraviesa más de treinta salones, vuelve sobre lo recorrido, todo en un único plano secuencia. Pero el viaje no sólo es espacial, sino que en ese mismo plano recorre los últimos 300 años de la historia de Rusia, que tuvieron en ese Palacio su centro de poder. Como en muchos de sus films, la imagen aparece acompañada por un narrador o una voz en off, la de un personaje de nuestros días preguntándose qué hace en ese lugar, poblado por gran cantidad de personajes vestidos como en épocas pasadas. Nadie parece percibirlo, excepto un hombre cuyo traje denota que no es contemporáneo del resto. Se trata de un noble y diplomático francés, quien se muestra tan sorprendido como el narrador –cuyo punto de vista comparte la cámara, o el mismo Sokurov– de hallarse en esos salones, y de hablar ruso. Esa suerte de Virgilio confundido lo guía por los distintos círculos o salones del Hermitage que conforman este arca rusa, reservorio de las creaciones, del espíritu y la identidad de un país. ¿Se trata de un sueño? ¿Son fantasmas? La cámara-narrador y su interlocutor comparten un recorrido espacio-temporal, mientras cruzan filosos e irónicos diálogos sobre la historia y la mentalidad rusas. Los tesoros artísticos que desfilan ante nuestros ojos son notables: varios Rembrandt, El Greco, Van Dyck, pintura medieval, italiana, la lista es interminable. El viaje temporal no sigue un orden cronológico, sino que las distintas capas del pasado se extienden, se pliegan, se superponen. Vemos en escenas privadas a Pedro el Grande, fundador de la ciudad, a la emperatriz Catalina II la Grande supervisando el ensayo de una obra de teatro, a Nicolás I en una ceremonia diplomática con toda su plana mayor, al último zar, Nicolás II, desayunando en familia mientras afuera estalla la revolución, y estas escenas alternan con momentos del siglo XX y XXI: en una ocasión, los itinerantes acceden a un salón en el que personas actuales, reales, visitan el museo y contemplan sus cuadros mientras el francés dialoga con ellos; en otra oportunidad, atraviesan una puerta prohibida y se encuentran en un exterior helado, donde un carpintero fabrica su propio ataúd, rodeado de ruinas y marcos sin telas (esa fue la época socialista, cuando San Petersburgo se llamaba Leningrado; esa fue la guerra). Los distintos momentos históricos se suceden fluidamente sin orden lógico, a la manera de un sueño, o al modo en que en una misma pared del museo conviven cuadros de épocas diferentes.

Para concretar su proyecto, Sokurov convocó a tres orquestas y más de mil actores y extras que ensayaron durante varios meses con la colaboración de 22 asistentes de dirección, quienes marcaban a cada paso la entrada y salida de los actores, a lo largo del recorrido de la cámara, que en ocasiones vuelve sobre sí misma en giros de 180º grados. Un mecanismo de relojería, que funcionó como tal. El director de fotografía y operador de steadycam es el alemán Tilman Büttner, fotógrafo de Corre Lola corre, otro tour de force camarográfico.

El viaje culmina en 1913, en un baile de gran gala en el que participan cientos de personajes en una coreografía majestuosa, al son de la música de Glinka.

Más allá de lo novedoso de su realización, el interés por El arca rusa radica en que continúa las inquietudes intelectuales de Sokurov. Discípulo declarado de Tarkovski, prosigue en este film las investigaciones sobre las posibilidades de la imagen, que había dado planos tan sorprendentes en Madre e hijo. Por otra parte, Sokurov es un romántico que vuelve a reflexionar sobre la historia de Rusia (estudió Historia en la universidad), como antes en Moloch –sobre el ocaso de Hitler–, Taurus –los últimos días de Lenin y su tensión con Stalin– y en Voces espirituales –crítica de la presencia soviética en Afganistán–. En esta oportunidad, el cineasta no oculta su nostalgia por la época zarista, y su espíritu crítico hacia el período socialista; además cuestiona la dependencia rusa de la cultura europea y reflexiona sobre su lugar de tensión entre Europa y Asia: “los rusos no tienen ideas propias (...) No me gustan los uniformes”, se escucha mientras vemos desfilar cientos de ellos por los salones del Hermitage, denotando la importancia de la oficialidad rusa durante el sistema zarista. El pueblo, mientras tanto, como todo orgánico, está ausente. Cuando salimos del museo, en una maravillosa e hipnótica procesión de cientos de uniformes y damas de la corte que dejan atrás una era que se acaba, y esperamos ver las calles transitadas, es el mar lo que encontramos. En ese mismo Palacio de Invierno, Sergei Eisenstein había filmado Octubre, su tributo a la revolución de 1917. El film de Sokurov se instala en el otro extremo, no sólo en cuanto a las cuestiones de montaje, sino a la posición ideológica: ahí está –entre otros– ese “momento perfecto” en que las hijas del zar corren bellísimas, idealizadas como ninfas, por los pasillos del Palacio. Al director no le preocupan las acusaciones de reaccionario que llueven sobre él.

Otro tema que reitera es su interés por el arte: el recorrido de los museos ya había tenido una primera aproximación en Elegía de un viaje, que culminaba con la visita a un museo de Holanda y fue una suerte de ensayo de El arca rusa.

Y por fin el tratamiento del tiempo, protagonista del film junto con el espacio, continúa las exploraciones temporales que aborda de una u otra manera en toda su obra. El film transmite la sensación que se tiene cuando se entra en cualquiera de los grandes museos de Europa: el pasaje a otra realidad, a un tiempo otro que el presente cotidiano. En lugar de la representación indirecta del tiempo que construye el montaje, todo este film constituye una imagen-tiempo en la que presente y pasado conviven simultáneamente. Se siente el fluir del tiempo en el plano, para usar palabras de Tarkovski. Un tiempo que tal vez nos lleva a una catástrofe. No es casual que la película termine disolviéndose en la imagen del mar rodeando el Arca, mientras el narrador dice resignado: “Estamos destinados a navegar para siempre.”

Josefina Sartora

Carancho (de Pablo Trapero)

Carancho es el retrato de dos perdedores. Sosa, el abogado sin licencia que encarna Ricardo Darín, se define por sus sucios trajines y luce apaleado, molido a golpes; es un tramposo, pero también víctima de las malas jugadas que le lanza el destino y personaje principal de una historia ominosa, renegrida. Buscavidas urbano, es el buitre que se beneficia con el dolor ajeno, el marrullero, el hombre sin atributos que transita por la vía equivocada y siempre a punto de ser arrollado. Pero siendo todo eso, en el fondo es también un iluso: está convencido de que su suerte ya cambió para mejor porque una mujer lo ama y está dispuesta a acompañarlo en sus trapacerías.

Pero esa mujer, Luján, interpretada por Martina Gusmán, no solo es perdedora; también se destruye. Novata doctora de emergencias de un hospital, ella vive de noche, asiste a moribundos y fracturados y es arrastrada por Sosa, el carancho, ave carroñera, en su trayectoria terminal. Es protagonista de un ‘film noir’, pero carece de glamour; es ordinaria, como todos. No tiene el ímpetu de una Verónica Lake, ni la exaltada rapacidad de una Barbara Stanwyck, heroínas del filme criminal de vertiente negra. Exhibe, más bien, las huellas de su decadencia física. Carancho es una película que privilegia superficies, texturas, asperezas y, por eso, muestra en primer plano cicatrices y desgarraduras. El personaje de Darín las lleva en el rostro; ella, en las piernas y el pie, donde oculta sus pinchazos. El oscuro romanticismo de Carancho se sustenta en la atracción que suscitan en la pareja esas huellas y laceraciones.

Carancho es, por eso, una cinta que narra acciones criminales, pero también una historia de amor. Amor visceral, entre víctimas. Pablo Trapero, el director de “Mundo grúa”, “El bonaerense” y “Leonera”, hace su película más oscura y una de las más logradas. Acierta no solo en el retrato individual, sino en la descripción de los lugares, el gran Buenos Aires nocturno y peligroso, y los ambientes, esas oficinas donde se transan arreglos sórdidos entre compañías de seguros, médicos, abogados y caranchos para perjudicar a las víctimas de accidentes de tránsito. Un sistema corrupto se pone en evidencia no a través de la denuncia proclamada o señalada, sino a través de su encarnación en una trama de acción y pasiones fuertes.

Tan fuertes y penetrantes como el tratamiento visual y sonoro de la película, con la presencia de las luces y murmullos de la ciudad enmarcándolo todo. Carancho es una crónica urbana, de colores saturados, sobre todo en las noches, cuando se privilegian los reflejos luminosos sobre las superficies lisas. Mientras más cálidos son los rojos y amarillos que rebotan en la imagen, más densa es la descomposición del mundo que vemos. Las gradaciones cromáticas que van del rojo intenso de los semáforos a los tonos violáceos o amoratados de los rostros golpeados y cortados, marcan la dialéctica de los espacios dramáticos: pasamos de la amplitud nocturna de la ciudad a la estrechez de los lugares donde se pacta y se trampea y de ahí a la proximidad de los planos afectivos, cercanos, a los rostros de personajes entrampados.

Martina Gusmán y Ricardo Darín son el sustento de la película. Imponen sus presencias físicas y corporalidad. Urgidos por el deseo o impulsados por la necesidad de sobrevivir, se mueven como si les dolieran los huesos o les pesaran los cuerpos. Sobre todo Darín, notable actor, tan embotado, interior, trasnochado, ambiguo y estólido como el mejor Robert Mitchum.

Ricardo Bedoya