domingo, 24 de octubre de 2010

Carancho (de Pablo Trapero)



"Carancho" es el "Detour" de Pablo Trapero. Desde el inicio, al ver las fotos de un accidente automovilístico, sabemos que ese personaje apaleado que yace sobre la pista lleva las de perder. Que no existe atajo que le evite pasarla mal y terminar peor porque va en rumbo fijo de colisión. El abogado de licencia cancelada que encarna Ricardo Darín es el outsider típico del cine negro, el hombre sin atributos sentenciado por el destino. Cree que su suerte ha cambiado porque encuentra una mujer que empieza a amarlo y que lo sigue en todos sus tropiezos, pero se equivoca.

Martina Gusmán es la doctora de emergencias que se topa con Darín y se ve arrastrada por su sino. Ella no es una traidora "mantis religiosa" como suelen serlo las mujeres del cine negro, sino otra apaleada, igual que Darín. Sólo los diferencia el lugar del cuerpo donde llevan las cicatrices. Darín las exhibe en el rostro; ella en la parte baja de la pierna y el pie, donde esconde sus pinchazos. Por eso, "Carancho" es una película de amor antes que de crímenes. Mejor, es de amor y de crímenes, porque aquí todo se mezcla en un clima de confusión turbia, corrupción general y pesadilla compartida por la pareja. Son amantes perdedores, víctimas antes que ejecutores. Al ver a Martina Gusmán encerrada en un baño para inyectarse no pude dejar de recordar a la Piper Laurie de "El audaz" ("The Hustler"), encarnación cabal del personaje que se destruye por frustración e incapacidad de hacer reconocer su talento.

"Carancho" es violenta y nocturna, de colores vivos y cálidos, llena de luces rojas o amarillas reflejadas sobre vidrios y superficies lisas, para dar el clima de noches intensas y saturadas (es el lado "Taxi Driver" de "Carancho") y de espacios ceñidos, con planos cercanos de rostros cortados, amoratados, sanguinolentos. Darín recibe más golpes que el Cristo de Mel Gibson, pero en ese ensañamiento no hay complacencia: es la consecuencia lógica de estar entrampado. Pablo Trapero es un cineasta de temperamento, que sabe filmar por igual la sordidez, la descomposición, la crispación de la violencia, el desahogo amoroso, la tensión y el relajamiento. En su obra, "Carancho" está al nivel de "Mundo grúa" y "El bonaerense", sus mejores películas.

Ricardo Bedoya

El último exorcismo (de Daniel Stamm)


“El último exorcismo”, de Daniel Stamm, prueba que el género de terror está siempre en movimiento, se actualiza y fusiona con otros géneros, cambia, experimenta. Las primeras imágenes de la película dan una impresión de “ya visto”: la cámara movediza sobre el hombro del operador sigue a un personaje en su actividad ordinaria. Es decir, el truco de “El proyecto de la bruja de Blair” o de “REC”: enfrentar el horror sobreviniente, que rompe lo cotidiano, con el estilo del reportaje. Por cierto algo hay aquí de eso, pero el camino es distinto y, si se quiere, más atractivo, porque el reporteado es el pastor Cotton Marcus (Patrick Fabian). Mediático, cínico, escéptico, permite que lo siga el equipo que realiza un documental sobre su último exorcismo y ante el que descubre sus malas artes. Es un exorcista que no cree ni en Dios ni en el demonio; es un fraude dispuesto a protagonizar un truculento “reality show.

Manteniendo invariable el estilo de reportaje trucado, viajamos con Cotton y el equipo hacia la zona rural de Luisiana, donde llevará a cabo una de sus ‘performances’ frente a una ‘endemoniada’ adolescente, hija de un angustiado y fiel creyente. Es entonces que la película se encamina por vías inesperadas. “El falso documental” empieza a mostrar su capacidad para descubrir un mundo agobiado por la superstición, la superchería religiosa y el fundamentalismo. La ignorancia estimula la credulidad ante el fraude y provoca una violencia que tensa la narración.

Aun sabiendo que el exorcismo de Cotton es un engaño, las apariencias llevan a creer que tal vez exista algo sobrenatural ahí. El clima ominoso que contradice la transparencia y legibilidad de la imagen digital, el ambiente cargado y lo aparatoso del cuadro de transformación de la “poseída” son pistas que conducen hacia el dominio de lo fantástico. De pronto se muestra el revés del miedo, el mecanismo de la ilusión, el truco que provoca escalofríos. “El último exorcismo” juega a desmontar los recursos persuasivos del terror.

Pero enseguida el clima del horror vuelve a aparecer y hasta el tramposo pastor parece empezar a creer en Luzbel. La película nos coloca en una posición de incertidumbre: con la incredulidad suspendida, los espectadores estamos dispuestos a aceptar la presencia demoníaca, pero también la posibilidad de horrores cotidianos, patologías arraigadas, violencia doméstica, incesto. Todo es posible en ese mundo de fanatismos medievales.

Durante casi toda la proyección estamos en el umbral de una explicación realista y científica del asunto que la película se niega a dar. El director Daniel Stamm sabe que las buenas cintas del género de terror se mueven en los intersticios, moviéndose entre lo probable y lo improbable hasta llegar a una inequívoca resolución.

La actuación de Ashley Bell, como Nell, la endemoniada, es clave en este logro: sus gestos y actitudes se mantienen en una zona incierta en la que conviven la inocencia y la perturbación. Como también se mantienen en una frontera los recursos usados en la película: los movimientos súbitos de objetos y torsiones corporales parecen prescindir de efectos especiales elaborados. Todo aquí tiene un aire artesanal, de película barata de serie B.

La secuencia final es, tal vez, discutible, pero redondea la faena fantástica. Es un homenaje, además, a clásicos como “El bebe de Rosemary”, “Magia negra”, de Terence Fisher, y a un gran filme de terror olvidado de los años setenta, “Carrera contra el diablo”, de Jack Starret.

Ricardo Bedoya
Diario El Comercio, Lima.