jueves, 14 de abril de 2011

Carancho (de Pablo Trapero)

Carancho es el retrato de dos perdedores. Sosa, el abogado sin licencia que encarna Ricardo Darín, se define por sus sucios trajines y luce apaleado, molido a golpes; es un tramposo, pero también víctima de las malas jugadas que le lanza el destino y personaje principal de una historia ominosa, renegrida. Buscavidas urbano, es el buitre que se beneficia con el dolor ajeno, el marrullero, el hombre sin atributos que transita por la vía equivocada y siempre a punto de ser arrollado. Pero siendo todo eso, en el fondo es también un iluso: está convencido de que su suerte ya cambió para mejor porque una mujer lo ama y está dispuesta a acompañarlo en sus trapacerías.

Pero esa mujer, Luján, interpretada por Martina Gusmán, no solo es perdedora; también se destruye. Novata doctora de emergencias de un hospital, ella vive de noche, asiste a moribundos y fracturados y es arrastrada por Sosa, el carancho, ave carroñera, en su trayectoria terminal. Es protagonista de un ‘film noir’, pero carece de glamour; es ordinaria, como todos. No tiene el ímpetu de una Verónica Lake, ni la exaltada rapacidad de una Barbara Stanwyck, heroínas del filme criminal de vertiente negra. Exhibe, más bien, las huellas de su decadencia física. Carancho es una película que privilegia superficies, texturas, asperezas y, por eso, muestra en primer plano cicatrices y desgarraduras. El personaje de Darín las lleva en el rostro; ella, en las piernas y el pie, donde oculta sus pinchazos. El oscuro romanticismo de Carancho se sustenta en la atracción que suscitan en la pareja esas huellas y laceraciones.

Carancho es, por eso, una cinta que narra acciones criminales, pero también una historia de amor. Amor visceral, entre víctimas. Pablo Trapero, el director de “Mundo grúa”, “El bonaerense” y “Leonera”, hace su película más oscura y una de las más logradas. Acierta no solo en el retrato individual, sino en la descripción de los lugares, el gran Buenos Aires nocturno y peligroso, y los ambientes, esas oficinas donde se transan arreglos sórdidos entre compañías de seguros, médicos, abogados y caranchos para perjudicar a las víctimas de accidentes de tránsito. Un sistema corrupto se pone en evidencia no a través de la denuncia proclamada o señalada, sino a través de su encarnación en una trama de acción y pasiones fuertes.

Tan fuertes y penetrantes como el tratamiento visual y sonoro de la película, con la presencia de las luces y murmullos de la ciudad enmarcándolo todo. Carancho es una crónica urbana, de colores saturados, sobre todo en las noches, cuando se privilegian los reflejos luminosos sobre las superficies lisas. Mientras más cálidos son los rojos y amarillos que rebotan en la imagen, más densa es la descomposición del mundo que vemos. Las gradaciones cromáticas que van del rojo intenso de los semáforos a los tonos violáceos o amoratados de los rostros golpeados y cortados, marcan la dialéctica de los espacios dramáticos: pasamos de la amplitud nocturna de la ciudad a la estrechez de los lugares donde se pacta y se trampea y de ahí a la proximidad de los planos afectivos, cercanos, a los rostros de personajes entrampados.

Martina Gusmán y Ricardo Darín son el sustento de la película. Imponen sus presencias físicas y corporalidad. Urgidos por el deseo o impulsados por la necesidad de sobrevivir, se mueven como si les dolieran los huesos o les pesaran los cuerpos. Sobre todo Darín, notable actor, tan embotado, interior, trasnochado, ambiguo y estólido como el mejor Robert Mitchum.

Ricardo Bedoya

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