La primera referencia obligada es acerca de su aspecto técnico, pues se trata del primer film en toda la historia del cine íntegramente filmado en una sola toma; es decir que se rodó en los 96 minutos de tiempo real en que transcurre la película, sin un solo corte, sin montaje alguno. Esto supera el ya paradigmático ejemplo de Festín diabólico (o La soga) de Hitchcock, que fue filmada en la que se supone es una toma, aunque en realidad Sir Alfred tuvo que cambiar de rollo varias veces, disimulando los cortes. La tecnología digital ha hecho posible que Sokurov filmara sin cortes y en alta definición: la cámara al hombro mandaba toda la información a un disco rígido con una calidad de imagen muy superior a la del video convencional, y se la transfirió más tarde a un negativo de 35 milímetros.
Pero no es aconsejable distraerse con el virtuosismo técnico del film: El arca rusa es un homenaje al museo del Hermitage de San Petersburgo y a la Rusia zarista. Y constituye además un maravilloso monumento visual que excede todo contenido ideológico o referencia a la tecnología.
El museo del Hermitage ocupa hoy un conjunto arquitectónico compuesto por varios edificios imperiales que incluyen el Teatro Hermitage y el Palacio de Invierno que habitaban los zares en los siglos XVIII y XIX, obra de Pedro el Grande, y donde Catalina II colgó su colección de pinturas en 1764. Allí tuvo lugar la revolución bolchevique de octubre de 1917, allí se soportó durante casi tres años el sitio de los nazis a la ciudad, y hoy es uno de los museos más importantes del mundo. San Petersburgo cumple 300 años y Sokurov le rinde homenaje en este film.
Su cámara entra al museo por una puerta trasera y desde allí, con muy pocos momentos de reposo, recorre pasillos, sube y baja escaleras, atraviesa más de treinta salones, vuelve sobre lo recorrido, todo en un único plano secuencia. Pero el viaje no sólo es espacial, sino que en ese mismo plano recorre los últimos 300 años de la historia de Rusia, que tuvieron en ese Palacio su centro de poder. Como en muchos de sus films, la imagen aparece acompañada por un narrador o una voz en off, la de un personaje de nuestros días preguntándose qué hace en ese lugar, poblado por gran cantidad de personajes vestidos como en épocas pasadas. Nadie parece percibirlo, excepto un hombre cuyo traje denota que no es contemporáneo del resto. Se trata de un noble y diplomático francés, quien se muestra tan sorprendido como el narrador –cuyo punto de vista comparte la cámara, o el mismo Sokurov– de hallarse en esos salones, y de hablar ruso. Esa suerte de Virgilio confundido lo guía por los distintos círculos o salones del Hermitage que conforman este arca rusa, reservorio de las creaciones, del espíritu y la identidad de un país. ¿Se trata de un sueño? ¿Son fantasmas? La cámara-narrador y su interlocutor comparten un recorrido espacio-temporal, mientras cruzan filosos e irónicos diálogos sobre la historia y la mentalidad rusas. Los tesoros artísticos que desfilan ante nuestros ojos son notables: varios Rembrandt, El Greco, Van Dyck, pintura medieval, italiana, la lista es interminable. El viaje temporal no sigue un orden cronológico, sino que las distintas capas del pasado se extienden, se pliegan, se superponen. Vemos en escenas privadas a Pedro el Grande, fundador de la ciudad, a la emperatriz Catalina II la Grande supervisando el ensayo de una obra de teatro, a Nicolás I en una ceremonia diplomática con toda su plana mayor, al último zar, Nicolás II, desayunando en familia mientras afuera estalla la revolución, y estas escenas alternan con momentos del siglo XX y XXI: en una ocasión, los itinerantes acceden a un salón en el que personas actuales, reales, visitan el museo y contemplan sus cuadros mientras el francés dialoga con ellos; en otra oportunidad, atraviesan una puerta prohibida y se encuentran en un exterior helado, donde un carpintero fabrica su propio ataúd, rodeado de ruinas y marcos sin telas (esa fue la época socialista, cuando San Petersburgo se llamaba Leningrado; esa fue la guerra). Los distintos momentos históricos se suceden fluidamente sin orden lógico, a la manera de un sueño, o al modo en que en una misma pared del museo conviven cuadros de épocas diferentes.
Para concretar su proyecto, Sokurov convocó a tres orquestas y más de mil actores y extras que ensayaron durante varios meses con la colaboración de 22 asistentes de dirección, quienes marcaban a cada paso la entrada y salida de los actores, a lo largo del recorrido de la cámara, que en ocasiones vuelve sobre sí misma en giros de 180º grados. Un mecanismo de relojería, que funcionó como tal. El director de fotografía y operador de steadycam es el alemán Tilman Büttner, fotógrafo de Corre Lola corre, otro tour de force camarográfico.
El viaje culmina en 1913, en un baile de gran gala en el que participan cientos de personajes en una coreografía majestuosa, al son de la música de Glinka.
Más allá de lo novedoso de su realización, el interés por El arca rusa radica en que continúa las inquietudes intelectuales de Sokurov. Discípulo declarado de Tarkovski, prosigue en este film las investigaciones sobre las posibilidades de la imagen, que había dado planos tan sorprendentes en Madre e hijo. Por otra parte, Sokurov es un romántico que vuelve a reflexionar sobre la historia de Rusia (estudió Historia en la universidad), como antes en Moloch –sobre el ocaso de Hitler–, Taurus –los últimos días de Lenin y su tensión con Stalin– y en Voces espirituales –crítica de la presencia soviética en Afganistán–. En esta oportunidad, el cineasta no oculta su nostalgia por la época zarista, y su espíritu crítico hacia el período socialista; además cuestiona la dependencia rusa de la cultura europea y reflexiona sobre su lugar de tensión entre Europa y Asia: “los rusos no tienen ideas propias (...) No me gustan los uniformes”, se escucha mientras vemos desfilar cientos de ellos por los salones del Hermitage, denotando la importancia de la oficialidad rusa durante el sistema zarista. El pueblo, mientras tanto, como todo orgánico, está ausente. Cuando salimos del museo, en una maravillosa e hipnótica procesión de cientos de uniformes y damas de la corte que dejan atrás una era que se acaba, y esperamos ver las calles transitadas, es el mar lo que encontramos. En ese mismo Palacio de Invierno, Sergei Eisenstein había filmado Octubre, su tributo a la revolución de 1917. El film de Sokurov se instala en el otro extremo, no sólo en cuanto a las cuestiones de montaje, sino a la posición ideológica: ahí está –entre otros– ese “momento perfecto” en que las hijas del zar corren bellísimas, idealizadas como ninfas, por los pasillos del Palacio. Al director no le preocupan las acusaciones de reaccionario que llueven sobre él.
Otro tema que reitera es su interés por el arte: el recorrido de los museos ya había tenido una primera aproximación en Elegía de un viaje, que culminaba con la visita a un museo de Holanda y fue una suerte de ensayo de El arca rusa.
Y por fin el tratamiento del tiempo, protagonista del film junto con el espacio, continúa las exploraciones temporales que aborda de una u otra manera en toda su obra. El film transmite la sensación que se tiene cuando se entra en cualquiera de los grandes museos de Europa: el pasaje a otra realidad, a un tiempo otro que el presente cotidiano. En lugar de la representación indirecta del tiempo que construye el montaje, todo este film constituye una imagen-tiempo en la que presente y pasado conviven simultáneamente. Se siente el fluir del tiempo en el plano, para usar palabras de Tarkovski. Un tiempo que tal vez nos lleva a una catástrofe. No es casual que la película termine disolviéndose en la imagen del mar rodeando el Arca, mientras el narrador dice resignado: “Estamos destinados a navegar para siempre.”
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