Antes, mucho antes de que me
prendara de mujer alguna, mi corazón ya había sido ganado por la violencia.
Dicen que mi madre se puso fea cuando me tenía adentro, de tanta pata y
manotazo que le di. Y al nacer la dejé como con cuarenta kilos de menos. Fui un
niño gordo, cabezón, travieso como él solo. La primera cagada que recuerdo fue
en el kínder del Pío XII: rellené de anzuelos un ponqué de navidad, y varios
alumnos resultaron heridos. No me pudieron probar nada pero de todos modos me expulsaron y de allí pasé
al Liceo Ciudad de Cali en donde me la pasaba soñando con cagadas por venir. A
los doce años me regalaron un rifle de copas y me la pasaba tirándoles a los
ventanales de los vecinos hasta que éstos pusieron la queja y mis padres me
decomisaron el rifle. Yo, claro, quedé muy descontento con esta medida y ahorré
durante dos veranos para comprarme mi rifle de copas, uno más grande, más serio
y potente. En quinto de primaria ya todos me decían “el loco” y yo hacía todo
lo posible para cimentar esta fama: un día llamé como a cincuenta taxis a la
casa de Germán Azcárate, y observé, divertidísimo, todo el barullo desde mi
balcón. El papá de Germán salió protestando que ellos no habían llamado a
ningún carro, pero no le creyeron y había algunos que querían cobrarle la
carrera. Yo me reí hasta que los ojos se me aguaron, y ahora siento lo mismo
que sentía cuando pequeño: un sol inmenso que se pone, dentro de mí, en el
horizonte, y que era presagio de grandes aventuras en contra de mis semejantes
y hoy es signo de cagadas por venir, como no hay nada más que hacer en esta
vida pues entonces conformémonos con las travesuras que pueda realizar, las
acciones neutras, las acciones que producen sufrimientos en los otros, las
malas vidas, la sequedad de los corazones, la luz del sol, el reverberar la
apatía de ahora que escribo automáticamente pues no puedo avanzar en este
relato.
A.C.
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